lunes, 23 de enero de 2017

La Dorrego.

El patio del colegio era de polvo y de yuyos. Los mayos, siempre fríos neumónicos.
Los guardapolvos grises y las camperas gigantes nos transformaban en bolas enormes de polipropileno y algodón.
Todos los años, a eso del 5 de Junio, los chimangos invadían el cielo matinal, opacando el sol.

Cada tarde nos reuníamos en la Plaza Dorrego a jugar al fútbol y al basquet. Seis de las siete tardes estaba Joaquín, que iba siempre solo, con la misma camiseta de Independiente. Siempre, sin preguntar, se sumaba a nuestro equipo.

Eramos gurises, todos mis amigos, y una tarde en una pequeña ronda, intentamos definir el momento exacto en el que inicia la adultez.
Rápido, sagaz, eterno, Silguero pronunció: "cuando nos casemos, si alguna vez lo hacemos, y si es que realmente existe un paso a ser adulto, el día de traje, corbata y vestidos vamos a dejar de ser chicos".
Si. Teníamos 11 y ya hablaba sin parar.

Wenceslao, entre risas histriónicas y miradas cómplices con Lechu, tartamudeó, "¡No, no. Cuando José se case!, o cuando alguno tenga un hijo."
"Ahí está -intervino Nahuel- ese va a ser el momento. Cuando el primero tenga un pibe, en ese momento todos vamos a ser adultos. Empezaremos a ser tíos y vamos a tener barbas y todo lo que deseemos."

La vida nos va a dar un golpe de tiempo, le faltó decir.

Es esencial que en cada grupo de amigos haya uno que siempre sepa aparecer en los momentos que amaga la seriedad. El nuestro siempre fue Lucas. Delen trolos, ¿Jugamos?. En su mano derecha, inmóvil la pelota de potrero, toda marrón de embarrada y con la cámara conformando un pequeño globito negro. Tan pequeño que todavía se podía jugar.

Pasaron los años y hoy, fuimos a la plaza, con 23 y 24 años. Wen me pasó a buscar, pero esta vez no por casa, no en bici ni con su perro. Me levantó por la universidad, en su auto, con música de pendrive y siempre riendo.

¿Vamos a la Dorrego?
Si. Por favor.

Llegamos y ahí estaba el anhelado playón de la cancha de Basquet. Había unos muchachos jugando en los dos aros, así que nos acercamos despacito a donde había menos.
¿Podemos tirar? Asomó Wen.
Obvio.

Yo hacía añares que no pisaba esa cancha, ni esa plaza, quizás distraído por el frenesí que imponen las rutinas y las obligaciones. Allá, acá, la pelota repicaba contra el asfalto gastado y unos pibes eran mi hermano Pedro y yo hace unas décadas.

Las hamacas y el sol se siguen entrometiendo entre los árboles centenarios.
Nuestro ayer es melancolía repleta de infancia y eso y todo revive en la plaza del Barrio Dorrego.

Solo importan las miradas, me susurró al oído una vez una piba.

Wen, rebotando la pelota, me miró a los ojos y me dijo:




Amigo, voy a ser papá.