jueves, 21 de abril de 2016

Tres.

El hielo nos pegaba a los tres que esperábamos el bondi. Eran las diez de la noche y nosotros, como sombras errantes, yacíamos entre abrigos.

El colectivo, quizás, aparecería por el sur.

A las horas, muy a lo lejos se divisó la luz amarilla y roja del 555. Avanzaba despacio, llevando cadáveres exhaustos que terminaban su día de labor.
El de al lado mío estaba encapuchado. Desenfundó una guitarra verde y practicó unos acordes. O quizás afinó.
El otro, miraba melancólico como el agua de rocío invadía los verdes yuyos que nos rodeaban.
Llegó el bondi, quejándose con el ruido de las puertas que se abrían, dando lugar a más cadáveres.

Pagamos los tres, todos con la tarjeta local.
Me senté mirando al oeste. Sabía que de ese lado vería (cuadras delante) el mar. Sería la última gota de naturaleza antes de adentrarme en la ciudad y en las ocho cuadras hasta mi viejo hogar. Mis 43 años y mis auriculares blancos viajaban por la Avenida Independencia.

Levantó la voz el de la vigüela. "Disculpen damas y caballeros, vengo a acompañarlos esta noche, en esta vuelta a casa. Espero no interrumpir ninguna charla y no molestarlos. Sólo quiero que tengan un viaje distinto. Así, me gano yo la vida, espero que lo disfruten."

Generalmente venden o rapean desde adelante, donde todos los miran. Éste de la viola no. Se fue al fondo, allá donde están los escalones y la rampa para discapacitados, y ahí se guareció.
Por no faltar el respeto, o por interés, me saqué de las orejas los aislantes que oficiaban de auriculares. Vibraban con Miguel Abuelo (ya hoy son más de 20 años de alta, desde el hospital ¿Qué sería de mi, de aquel chaval, que nunca quiso aprender).
El hombre desde el fondo, con la guitarra verde y la chaqueta marrón, empezó con unos acordes que invadieron el lugar.
Dejare mi tierra por ti, dejaré mis campos y me iré lejos de aqui.
De noche las estrellas me acompañarán. Serás como una luz, que alumbre en mi camino.
Más allá, del mar habrá un lugar, donde el sol cada mañana brille más.

El silencio de escuchar lo sentíamos todos, y cada uno veía su día y su vida entre acordes y baches.
Abandonando la Avenida Independencia nos liberamos a la costa, donde la luna estaba más cerca que nunca y todo el reflejo brillaba en las olas. La mitad del bondi se dio cuenta.
Donde el cielo se une con el mar, lejos de aquí.
Había una mamá que se miraba con la hija de cinco años, jugando y riendo, todo al tempo de la música. Había un varón apoyando la cabeza sobre el hombro de una morocha lindísima, mientras se miraban y sonreían.

Hubo un silencio con el último rasguido. Me animé. Aplaudí una vez. Enseguida todo el bondi aplaudía. El ángel o el vendedor agradecía.
Voy a cantar una canción más para despedirme: Te vi, juntabas margaritas del mantel, ya se que te traté bastante mal, no sé si eras un ángel o un rubí, o simplemente te vi. Te vi, saliste entre la gente a saludar, los astros se rieron otra vez.
Cuando me pierdo en la ciudad, vos ya sabés comprender, es solo un rato nomás.
No hacías otra cosa que escribir, y yo simplemente te vi.
Todo lo que diga está de más, las luces siempre encienden en el alma.

Finalizó la canción conocida por todos y más aplausos. Nadie pudo dejar de retribuir con unos pesos. El cantante o el Ángel Gris saludó a todos. Dijo que se volvía a la casa, que se bajaba en Rejón y que lo esperaba un amor. Dudo que haya sido verdad: o apareció en otra parada afinando la vigüela o acompañó a algún errante en la noche eterna.


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